PEQUEÑOS A-PASIONADOS
_Silvia Perassi

Las pasiones se plantean hoy como uno de los problemas cruciales del psicoanálisis con niños. Quienes consultan refieren la dificultad de encontrar alguna regulación a esos afectos excesivos, tanto en su expresión colorida, exigente, estruendosa, como también el reverso, el exceso de pasión triste, solitaria, que lúcidamente atraviesa los semblantes, volviendo muy difíciles los lazos. El afecto siempre tuvo y tendrá una relación de discordia con el cuerpo y el sujeto; no logra ser bien alojado. El afecto es discordia[1]. ¿Cómo conseguir alguna regulación cuando además la incidencia del Otro para situar el goce se presenta tan debilitada?

 

Una metonimia de las pulsiones

Quisiera hacer una pequeña digresión para avanzar: ¿Por qué diferenciamos pasión y pulsión en psicoanálisis? La relación a los objetos, al cuerpo y al lenguaje puede situarse casi idénticamente para ambas. Sin embargo, convendría explorar un detalle que no es sin consecuencias en la práctica: mientras que en la pulsión el objeto es intercambiable –lo más variable decía Freud– para la pasión, en cambio, el objeto tiene una fijeza absoluta. Es como si meta y objeto tuviesen una soldadura más fuerte, inamovible. Sabemos que Freud sitúa a la pasión como una de las vicisitudes de la pulsión. Es decir una de las respuestas a los efectos de afecto que el lenguaje produce en el cuerpo, siendo –cabe aclararlo– una refutación bastante directa, una respuesta en corto-circuito que evita un recorrido de intercambios. En su determinación por algo, la pasión resuelve de modo directo el real pulsional. Lacan señala esa cualidad determinada: “lo que en este orden se llama acting out. También lo llamamos pasión”[2].

Para resumir esta digresión: a ese pathos –el sufrimiento del cuerpo a consecuencia de la incidencia en él del lenguaje– se responde con la pulsión pero, a su vez, las pulsiones encuentran esta defensa o amortiguación en una “pasión” del yo. “Tenemos ahí una doble sinécdoque”[3], una metonimia.

 

Pirata[4] hasta la eternidad

Así la definición dada por un joven amante del fútbol. La única pasión, vale decir, que movía el cuerpo. Esa concentración de libido en un solo objeto, eximía de involucrarse y querer saber de otras cosas que no iban bien. A su vez, la desazón se vuelve tormento si el club no gana. El mal humor, la cólera, la indignación invaden el ser y los alrededores. Dejar de comer, romper objetos, gritar, hablan por sí solos de la intensidad de afectos que tiñen el a veces insoportable “color-de-vacío”[5] de la pulsión. Algo se satisface allí, aunque se permanezca en una relación de desconocimiento respecto de qué lo moviliza. Tampoco podríamos decir que destruir y gritar sean siempre manifestaciones de la pulsión de muerte. Como dijimos, un apasionado es alguien que se defiende.

Aquello que se vive como pasión es contingente: motos, autos, dinosaurios, mascotas y porqué no, otros niños, hermanos o amigos, que se vuelven objetos de amor, odio o celos desmedidos. Vemos crecer otras pasiones como la de “hacerse escuchar”[6]. Según Germán García es una nueva pasión que se acompaña de un “escucharse”, un goce que queda en evidencia en la total falta de interés de escuchar al otro o en las reacciones agresivas por no haber “sido escuchado”.

Sin embargo una pasión también puede organizar una vida. ¿Qué justificaría la intervención de un psicoanalista?

 

Pasiones bajo transferencia

Las nuevas formas de desprotección[7] de la infancia y la adolescencia –en un mundo en el que se promueven paradojalmente sus derechos– tienen que ver con la exposición, sin ninguna mediación del adulto, a los imperativos que promueve el consumo. Luego, además se dice que los niños son “inmanejables”, hiperkinéticos, apasionados, en fin… que son más difíciles que antes, que nada alcanza para ponerles un límite, etc. Es decir que no sólo quedan a expensas de tales satisfacciones tan directas sino que se les adjudica una patología, un diagnóstico, una enfermedad.

Un psicoanalista toma muy en serio la pasión de un niño o un joven. No precisamente para reforzarla. Tampoco su dirección es desapasionarlos. El horizonte del analista es ponerlas bajo transferencia; quizás sea eso lo único y lo mejor que podamos hacer. Es que bajo transferencia tendremos alguna chance de introducir una distancia más conveniente con el objeto de la pasión. Distancia que puede servirle al sujeto para encontrar distintos usos o nuevos matices a esa resistencia que a solas se escribiría –en un soliloquio infinito– “hasta la eternidad”.

Al hacerse destinatario de la transferencia libidinal (que hace tiempo toma la delantera a cualquier suposición de saber) el analista aloja los afectos, advertido que ahí se juega algo crucial. Todo lo atinente al asunto de las pasiones, dependerá del manejo que haga de esa transferencia.

NOTAS

  1. Lacan, J. (1973). Televisión. En Otros Escritos (págs. 535-572). Buenos Aires: Paidós, 2012.
  2. Lacan, J. (1971). El Seminario: Libro 18. De un discurso que no fuera del semblante. Buenos Aires: Paidós. 2009, p. 32.
  3. García, G. La clínica y el lenguaje de las pasiones. Mediodicho. Revista anual de psicoanálisis. N° 36. EOL Sección Córdoba, p. 90.
  4. Nombre que se da a los hinchas del Club Atlético Belgrano, de la ciudad de Córdoba.
  5. Lacan, J. (1964). Del trieb de Freud y del deseo del psicoanalista. En Escritos II (págs. 830-833). México: Siglo XXI, 1998, p. 830.
  6. García, G. La clínica y el lenguaje de las pasiones. Op. cit, p. 88.
  7. Tizio, H. El enigma de la adolescencia. En Púberes y adolescentes. Lecturas lacanianas. (págs. 123-127). Buenos Aires: Grama, p. 125.