Daniel Roy llevó a cabo una hazaña ordenando los avances sucesivos, desde Freud hasta Lacan, sobre el tema que nos ocupa, “La diferencia sexual”. Pintó el panorama tal como éste se desprende hoy en la Orientación Lacaniana desplegada por Jacques-Alain Miller con la ayuda de una brújula, el goce, concepto confuso. Lo hizo introduciendo en su abordaje los cambios importantes que tuvieron lugar en el discurso del amo y su reverso, el discurso analítico. Nos mostró cómo Lacan, tan sensible a los cambios en la modernidad, logra anticipar los movimientos en el discurso del amo incluso antes de que aparezcan, demostrando así la fuerza predictiva del psicoanálisis cuando la clínica se une a la lógica y a la topología. Me sentí entonces libre para presentar algunas pistas de investigación suplementarias para los próximos dos años.
La diferencia: el poder del binario
Sexual o no, pequeña o grande, la diferencia es uno de los fundamentos del orden lingüístico. Opera, porque en primer lugar es una operación, para, al mismo tiempo, separar y enlazar. Constituye pares que permiten, ya sea de modo metonímico o de modo metafórico, un ordenamiento de los significantes, de las palabras, de los conceptos, de las imágenes, de los sonidos. Cuando se lee a J.-A. Miller [1] uno se da cuenta del poder de la diferencia, y por lo tanto de los binarios, para poner orden en lo simbólico. Así es como funciona el lazo social y todos los asuntos humanos pueden reducirse a él.
El discurso extiende, en efecto, la operacionalidad de la diferencia al orden social, a la familia primero, pero más generalmente a todas las estructuras institucionales: los vivos / los muertos, los ricos / los pobres, los oprimidos / los opresores, los buenos / los malos, y, por último pero no menos importante, los hombres / las mujeres.
Pero la diferencia es también un modo de satisfacción que produce goce, tanto afirmándose, porque cada parlêtre goza de su diferencia, como borrándose. Es entonces el goce de la mismidad, el del “nosotros” contra los otros, fraternidad de la que Lacan ha demostrado que está en el fundamento del racismo. [2] La mismidad es también la base del machismo. Desde el orden diferencial, uno se desliza hacia el orden segregativo. No hay segregación que no se anude a una diferencia atribuida a los modos de gozar. La diferencia, que funda al orden simbólico y alimenta las satisfacciones imaginarias, tiene efectos de real.
La diferencia sexual, clásicamente binaria, experimenta un cambio sin precedentes. Una serie de movimientos de opinión intentan arrancarlo del binario S1 – S2 para pluralizarlo – LGBT – o borrarlo: rechazo del género o exigencia del neutro. Una de las tendencias de la época consiste en privilegiar el o inclusivo –o a, o b, o ambos – al o exclusivo – o a, o b, no ambos. Pero, binario obliga, correlativamente a estos movimientos emancipatorios, se desarrolla también, en reacción, un movimiento conservador que se afirma en contra en la vida política mundial: Bolsonaro, Trump, el ascenso de las religiones y sectas. En Francia, hemos visto a este movimiento manifestarse en contra del llamado “Matrimonio para todos”[3] volviendo a las representaciones de la diferencia sexual tradicionales del patriarcado.
Toda la enseñanza de Lacan aborda la cuestión de la diferencia sexual en los seres hablantes, no a partir de la naturaleza, sino del lenguaje y del sujeto. Este cambio radical de punto de vista diferencia el falo del pene, por tanto, el significante del órgano, y culmina en el Seminario 20, Aún. Pasando del sujeto al cuerpo hablante, la diferencia deja de estar organizada por el orden binario y da paso a una oposición no binaria entre el Todo, que incluye todos los seres hablantes del género que sean, y el no-todo, que precisamente ya no permite a la diferencia binaria consistir.
Pero ¡no tan rápido! Empecemos por la clínica del niño, que todavía nace a menudo en la estructura familiar tradicional. D. Roy termina su texto con esta indicación dada por J.-A. Miller durante su intervención en la Primera Jornada del Instituto del Niño: “Al Instituto del Niño le corresponde restituir el lugar del saber del niño, de lo que los niños saben” [4]. Me oriento por esta recomendación, que aquí da al genitivo su sentido revolucionario en sentido propio y, en consecuencia, al Instituto del Niño su poder. No lo que nosotros -los psi, los adultos- sabemos de los niños, sino lo que aprendemos de la boca de los niños. Ahí está la revolución psicoanalítica operada por Freud con las histéricas. Lacan aplicó esta fórmula de extracción del saber por la clínica analítica a la letra a lo largo de toda su enseñanza.
Mutaciones de las estructuras de parentesco o la segunda muerte de Layo
Un analizante relata en sesión lo que acaba de sucederle. Un domingo por la mañana, en la cama con su esposa, en la intimidad de su habitación, conversando de una manera distendida, llega su hijo más pequeño que, parándose al pie de la cama, le lanza: “Tú vas a tener una sorpresa”, y vuelve a su propia habitación. Luego regresa con su espada de plástico y, sin decir una palabra, asesta el golpe más fuerte posible sobre el edredón en el lugar de los genitales de su padre. Versión moderna del Edipo, fundamento de la estructura psíquica freudiana y del psicoanálisis. ¡Sorpresa de Layo, pero en análisis!
Añadamos otro elemento: a principios de los años ochenta, trabajando con aquellas que no se llamaban todavía profesoras de escuela, que habían traído los dibujos de sus alumnos de jardín de infantes como documentos de trabajo, se preguntaban si notaban que “hombre” y “mujer” no eran las palabras utilizadas por los niños de jardín para designar la diferencia de los sexos- hoy diríamos de los géneros- porque la lengua, si se le presta la atención precisa que requiere en la práctica del psicoanálisis, es el saber no sabido. La diferencia que aparecía era entre “padre” y “madre”: había los papás y las mamás y no los hombres y las mujeres.
Estas dos viñetas clínicas me llevan a considerar que el discurso del amo ha cambiado. Por un lado, el género se abrió paso sobre el sexo; por otro lado, como subraya Lacan en repetidas ocasiones, el padre y el patriarcado han experimentado un declive definitivo en las sociedades hoy organizadas uniforme y globalmente por la economía capitalista, sometiendo el nombre al objeto. A nivel jurídico, por ejemplo, el derecho reemplazó “padre” y “madre” por “padres” y la noción de “parentalidad” modificó la distribución de la autoridad en la familia. Sin olvidar de hablar de los “derechos del niño”.
La “parentalidad”, así como el llamado matrimonio “para todos”, evidencia una mutación en las estructuras de parentesco y, por lo tanto, en los lazos familiares. Hemos pasado a un universal que se puede enunciar con la fórmula “para todo padre”, cualquiera sea su sexo y su género. ¿Qué nuevo saber surge en el niño que se confronta a estas mutaciones?
En los tiempos del orden de hierro de lo social, ¿dónde se anida la diferencia sexual?
En “Televisión”, Lacan afirmaba en 1973 que “El orden familiar solo traduce que el Padre no es el genitor, y que la Madre sigue contaminando a la mujer para la cría del hombre” [5]. ¿Sigue siendo así? ¿Los niños del 2021 siguen recubriendo al hombre con el Padre y a la mujer con la Madre? Como anticipa Lacan en El Seminario 21, Los no incautos yerran, utilizando “el nudo borromeo como algoritmo”, “el orden de hierro de lo social” ha sustituido al orden familiar patriarcal[6]. Adiós padre y madre, hola parentalidad: la castración se ha desplazado. La función fálica es paradojalmente sometida, por el lado de las identificaciones, ya sea al órgano -identificación imaginaria- ya sea al género -nuevas versiones de la nominación, devenida auto nominación. Lo único que permanece estable es la diferencia en sí misma como función engendrada por el lenguaje, y por lo tanto, lo real de la elección que es la definición mínima de la castración.
Le queda al niño, que se ha convertido en el fundamento y ya no en el efecto de la familia, elegir su lugar en una diferencia que se ha pluralizado. ¿Cuál elegir? ¿Cómo se hace? ¿Soy un hombre? ¿Una mujer? ¿Un bi o una bi? ¿Un o una trans o un cis? ¿Una o un hétero, homo?, etc.
Dos observaciones. La primera acerca de este punto del lenguaje porque, finalmente, sólo eso no está sometido a elección: hoy en día, la formulación aceptada ya no es transexual, sino transgénero. Esto marca que “trans” toca el ser del discurso y no la falta en ser, que es la consecuencia de la marca del lenguaje en el cuerpo en tanto que habla. Segunda observación: la tesis de Lacan según la cual las minorías son responsables de las mutaciones en los modos de goce de los seres hablantes se valida. El término heterosexualidad surge en la lengua después de aquel de homosexualidad y aquel de cisgénero después del de transgénero. El niño en tanto “perverso polimorfo” es entonces designado como inventor.
Los embrollos del falo y las satisfacciones singulares
A partir de ahora, no es evidente el uso del término “función fálica”. La diferencia sexual ha sido, desde Freud, de manera más o menos feliz, abordada a partir del término falo, cuando no es simplemente reducida a la anatomía del macho, es decir, al pene. En ese caso, se basa en una forclusión de la anatomía de la hembra. Ernest Jones y otros debaten a partir de estas premisas [7]. Pierre Naveau ha dedicado un importante estudio a este período de la teoría analítica.[8]
El curso de J.-A. Miller de 2008-2009 titulado Sutilezas analíticas pone las cosas a punto con rigor. [9] Hace concreta la expresión de Lacan en los Escritos [10]: “lo heteróclito del complejo de castración”, término que prefiere, en este momento de su enseñanza, al término clásico del complejo de Edipo. El falo es un “metasignificante” que remite confusamente al “flujo vital”, a un “significante imaginario”, un “significante simbólico”, un significado, una significación, un sacrificio, un símbolo, un signo, un órgano, y así sucesivamente. Como señala J.-A. Miller, “Y ese mundo libidinal que creó, lo hizo girar en torno de un significante, el falo (ϕ), que también fue algo elocuente para todo el mundo (¡y cómo!), tanto más elocuente cuanto que ese significante es imaginario”[11]. El falo habla a todo el mundo y hace agitar a los psicoanalistas. Desde el punto de vista del trabajo clínico, es, en el mejor de los casos, la explotación del principio de malentendido, fundador de la palabra; en el peor de los casos, un velo de ignorancia. Por eso J.-A. Miller reduce lo heteróclito de este metasignificante a un valor: el valor “menos” que hace límite al goce y, por lo tanto, vuelve posible el deseo. Se desprende claramente la razón por la cual Lacan había optado por “complejo de castración” en lugar de “complejo de Edipo”.
Tales complejos y el falo con una definición heteróclita fueron y son la ocasión de deslizamientos y prejuicios que intervienen en ciertas tomas de posición retrógradas, incluso reaccionarias, del psicoanálisis freudiano, luego post-freudiano, incluso lacaniano. Lacan siempre se cuidó de tales deslizamientos en el discurso del amo, a diferencia de algunos de sus alumnos, como Françoise Dolto. Así, siempre diferenció el sujeto del individuo y del yo. Deshumanizó al padre reduciéndolo al nombre -el Nombre-del-Padre-, y asimilándolo a función metafórica; y a la madre reduciéndola al deseo. Nunca deja de recordar que esta operación, que tocaba la base de lo simbólico en psicoanálisis, fue una de las razones de su excomunión por el mundo analítico de la época, y la razón por la que nunca regresó sobre ese Seminario titulado “Los Nombres-del-Padre”, interrumpido por el SAMCDA y su “aire patrimonial”. [12]
Si, como lo hace J.-A. Miller, reducimos el falo al signo menos, a este valor común que permite a los cuerpos hablantes entrar en el comercio y el intercambio, ¿cómo abordar la diferencia sexual, si no por la singularidad de los modos de gozar?
En una época en la que el estatuto del niño en la familia ha cambiado, donde de producto se ha vuelto el fundamento, ¿cómo aborda el niño la falta, este “menos”, inevitable, consecuencia del lenguaje sobre los cuerpos y en el lazo de discurso?, ¿cómo habla el niño la elección de su modo de goce singular?
¿Mutante o híbrido? Teorías sexuales infantiles
Otras dos viñetas clínicas muestran el poder del saber que los niños inventan.
Una niña, desde los dos años, había impresionado a sus seres queridos por el hecho de que, para afirmar su feminidad, exigía que le pongan varios vestidos uno encima del otro, en la lógica de hacerse ella misma el fetiche. Había recibido como regalo a los seis años un pequeño cuaderno con un candado -Diario de una Princesa-, rentabilidad capitalista del cuento de hadas. Uno o dos años más tarde, el objeto abandonado cayó en manos de un adulto curioso. Algunos dibujos, pero escrito en página tras página, la siguiente frase: “El Príncipe Azul es un cretino”. ¡Caramba! No lo sabía, pero debería. Es una evidencia. No sirve sino para despertar a la Bella Durmiente. Esto recuerda a la película Kill Bill de Tarantino, en la que el nombre de la heroína se quema en la banda sonora: mientras está dormida en un coma profundo, después de una bala disparada en la cabeza por el hombre que ama, sus “favores” son monetizados por el personal de cuidados. Un día, la bella durmiente de repente se despierta y degolla a esta versión capitalista del Príncipe Azul, un cretino como lo aprendí tardíamente. Estos cuentos, por lo tanto, estos mitos, ¿a qué estructuras se refieren?
En Seminario 19, Lacan comienza su desarrollo de las fórmulas de la sexuación, y, en el Capítulo VII, que J.-A. Miller tituló “La partenaire desvanecida”, dice, refiriéndose a sus intercambios, o más bien a su negativa de intercambio con Simone de Beauvoir acerca del título que ella había elegido –El segundo sexo– que “no hay segundo sexo”[13]. Define la sexualidad como una función: “La función llamada sexualidad está definida, en la medida en que sepamos algo de ella -al menos sabemos algo de ella, como mínimo por experiencia-, por el hecho de que los sexos son dos […] No hay segundo sexo una vez que entra en función el lenguaje. O, para decir las cosas de otro modo, en lo que concierne a lo que llamamos heterosexualidad, lo hétéros -término que sirve para decir otro en griego - puede vaciarse en cuanto ser, para la relación sexual. Precisamente, el vacío que ofrece a la palabra es lo que llamo el lugar del Otro, a saber, ese en el que se inscriben los efectos de la susodicha palabra”. [14] Entonces, ¿dos o no? La ley de la diferencia, que es la ley de la articulación S1 -S2, ¿sigue siendo válida?
Esta misma niña, dialogando con su hermano, le espeta un día un saber: “Ya sabes, no hay solo niñas y niños”. Sorpresa del hermano. “También hay ‘niñas niños’ y ‘niños niñas’. Yo soy una ‘niña niño’”. El hermano respondió secamente que no era cuestión para él de encajarse en la clase de “niños niñas”. El diálogo se detuvo. No hay relación entre los sexos, aún si multiplicamos las clases y tratamos de expandir las categorías. ¿Por qué? Tengo una idea. No es, al parecer, en una reiteración de la fórmula La mujer no existe que haya que buscarla, porque está claro que El hombre no existe. Nadie escapa al hecho de que, tan pronto como comenzamos a hablar de la diferencia sexual, nos vemos llevados por el discurso a hablar en términos de universal: “los” hombres, “las” mujeres y “los” otros. En resumen, no salimos de lo universal, que se caracteriza por la verdad mentirosa y por el sentido, por desgracia, el más común, es decir, dominante. En y por el lenguaje, la sexualidad pasa por los desfiladeros de la palabra y todo hablante se encuentra en la tabla de sexuación que aparece en el Seminario Aún de un lado de las dos fórmulas de la sexuación lado hombre: hay una x tal que no ϕ de x, y para todos x ϕ de x.[15]
Para caracterizar los efectos de la diferencia sexual en el discurso y la palabra, podemos utilizar el modelo de agujero negro tal como los astrofísicos lo definen en el marco de la teoría de la relatividad. Todo lo que entra en el interior del agujero negro -toda la información, toda la materia- es asimilado al agujero negro, el cual se caracteriza por sólo tres elementos: su masa, su cantidad de rotación y su carga eléctrica. Todos los objetos que caen en él se vuelven entonces inaccesibles. Tan pronto como uno entra en el campo de la diferencia sexual, todo lo que define la singularidad de los modos de gozar y las posiciones subjetivas se vuelve inaccesible. El binario hombre/mujer neutraliza todas las otras diferencias y hace inaccesibles los cuerpos hablantes en la contingencia y la no-universalidad de su organización. El llamado lado femenino destacado por Lacan es una tentativa de hacer accesible lo que no está del lado hombre, regido por el régimen del uno de la excepción y del todo de lo universal. En el lado femenino, la diferencia sexual se vuelve totalmente “asimétrica”[16]. Lo femenino sólo es pensable si excluimos cualquier idea de complementariedad, de inclusión o incluso de contradicción.
Ciertamente, la diferencia sexual no puede formularse más que en el campo de la identificación y del fantasma. Ser de un género [genré] no es posible más que del lado de la lógica del todo y de la excepción fálica. “El hombre, el macho, lo viril […] es una creación de discurso.”[17]. Agreguemos, la mujer es una también, en función de ϕ, entendido como una medida de valor. Por cierto, podemos generalizar la fórmula La mujer no existe a El Hombre. El sexo es el efecto de un decir. ¿Qué palabras eligen hoy los niños para decir su pertenencia? ¿Tienen nuevas teorías sexuales?
La diferencia es (a)sexuada: diferencias ligadas con la contingencia
La diferencia sexual por el lado del goce está ligada con objetos plus-de-goce u objetos a. Esto la diversifica según el dominio de tal o cual objeto, dominio cuyo origen se deriva de las marcas contingentes en la historia del sujeto, pero que, precisamente, por ser dominio y fijación, genera una repetición y, por lo tanto, una necesidad.
Estos objetos tienen un elemento en común, que, a partir de Freud, el psicoanálisis ha cernido. Están vinculados con los orificios del cuerpo, con el pasaje aprehendido primeramente como pasaje del interior al exterior del cuerpo. Los objetos permiten a lo imaginario convertirse en una superficie con borde.
La consecuencia es que, vinculada a los orificios del cuerpo propio, la sexualidad es esencialmente autoerótica, incluso si estos objetos se colocan en el Otro. Se puede leer allí el ascenso actual en el lazo social de discursos que someten a las condiciones más estrictas el goce de un cuerpo por otro cuerpo, cuando, al mismo tiempo, la prohibición ancestral de la masturbación ha desaparecido. El fantasma, motor del autoerotismo, sí, el acto, no. La difusión del porno, el imperio de la imagen en las redes sociales, ¿modifican -y si es así, cómo- el acercamiento de los niños a la sexualidad? ¿Un mayor puritanismo, combinado con una mayor crudeza de las imágenes y la liberación de las palabras, conduce a una modificación en la relación del sujeto con su (a)-sexualidad? ¿Los niños de hoy son más bien perversos polimorfos o más bien puritanos?
¿Y el amor?
En el Seminario 26, La topología y el tiempo [18], Lacan, en 1978, habla de la posibilidad de un tercer sexo, a partir de su elección por el “borromeo generalizado”: “No hay relación sexual, eso es lo que dije porque hay un Imaginario, un Simbólico y un Real, eso es lo que no me atreví a decir. […] ¿Qué es lo que suple la relación sexual? – continúa. Que la gente hace el amor. Hay una explicación para esto: la posibilidad de un tercer sexo”. Enigmático, haciéndosele difícil, vuelve a afirmar que “este tercer sexo no sobrevive en presencia de los otros dos”, que ellos conciernen al forzamiento, a la dominación. Solo se tiene entonces al amor.
El amor ¿se burla de la diferencia sexual? ¿Es, como en el caso del odio, el lugar de lo posible donde deja de escribirse, donde es abolida la diferencia absoluta? ¿Cesa, en el campo del amor, de ser dual y clasificatoria, por lo tanto, segregativa? ¿Qué pueden enseñarnos los niños acerca del amor como acceso al tercer sexo?
Traducción: Celina Coraglia
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