El niño está hecho para aprender algo, es decir,
para que el nudo se haga bien.
Jacques Lacan
La fantasía es una trama que teje una defensa al trauma de nacer malentendido e hila la escena que montan el juego y el dibujo. Se constituye, para Freud, como resultado de una soldadura: "la fantasía inconsciente mantiene un vínculo muy importante con la vida sexual de la persona; en efecto, es idéntica a la fantasía que le sirvió para su satisfacción sexual durante un periodo de masturbación. El acto masturbatorio (en el sentido más lato: onanista) se componía en esa época de dos fragmentos: la convocatoria de la fantasía y la operación activa de autosatisfacción en la cima de ella. Como es sabido, esta composición consiste en una soldadura. Originariamente la acción era una empresa autoerótica pura destinada a ganar placer de un determinado lugar del cuerpo, que llamamos erógeno. Más tarde, esa acción se fusionó con una representación-deseo tomada del círculo del amor de objeto y sirvió para realizar de una manera parcial la situación en que aquella fantasía culminaba. […] está dada la condición para que la fantasía inconsciente se refresque, prolifere y se abra paso como un síntoma patológico"[1]. La soldadura es realizada por la fantasía y entrama la pulsión, el amor y el deseo.
En este ordenamiento freudiano nos resuenan los tres registros de Lacan. Pero, para él, lo real, imaginario y simbólico no se sueldan, sino que se anudan, y lo hacen, no por intermedio de la fantasía, sino por la vía del sinthome, que articula fantasma y síntoma.
Somos seres hablantes, por lo tanto, el tratamiento del goce que nos es propio, precisa pasar por la palabra. La fantasía es un modo singular que cada uno tiene de tratar el goce por vía de lo simbólico. ¿Qué sucede cuando no se le hace lugar al niño para crear la propia ficción que le da un lugar en el mundo?
Es evidente que la tecnociencia no está solo dirigida a los adultos. Por el contrario, mucho de ella está ideada como industria para los chicos, los adultos del mañana.
Hoy en día, al niño, le habla más el Otro digital que los adultos que lo rodean. Ese Otro de la pantalla tiene la particularidad de que dice lo mismo a cualquiera, haciendo de todos los niños, el mismo niño. La época, a través de sus pantallas y su internet, ha invadido la vida de los pequeños con fantasías prêt a porter para todos iguales. Así, fomenta un modo de goce y de lazo homogéneo, único, sin cuerpo. Ofrece un deseo incapaz de ser "no anónimo"[2]. Impide al infante servirse de sus significantes amo para tratar su goce singular.
El niño que queda encandilado por la pantalla, no fantasea; las máquinas lo hacen por él. Él, objeto consumido, queda a merced de juegos en los que lo único que se le exige es reacciones rápidas y atención descentralizada (ya no 'metonímica', sino en varias dimensiones y direcciones a la vez: en red). No hay "carretera principal". Se promueve otro modo de organización subjetiva basada en lo que el filósofo Éric Sadin[3] describe como una ideología que pone en valor lo fluido, lo horizontal, lo liberado de la instancia tercera y la instantaneidad del intercambio sin límite. Da libertad y autonomía respecto del otro, pero esclaviza respecto de lo digital. Estos aparatos invitan a que la subjetividad funcione del mismo modo que los algoritmos; pero, a su vez, se imponen como una inteligencia superior a la humana que se ofrece al modo de un Otro-auxiliar al servicio de un ser que queda 'hablado' (un parlé-être) por la IA (inteligencia artificial).
Hemos pasado, en cuestión de pocos lustros, por varias transformaciones subjetivas que no sabemos dónde se detendrán: el empresario de sí, luego el individuo-autodeterminado y ya está naciendo una nueva forma, la del individuo-automatizado. ¿Cómo queda afectado el parlêtre en cada una de esas formas?
No olvidemos otra particularidad de la época que anula la fantasía infantil: youtubers, tick tockers e influencers están sostenidos por la misma estructura algorítmica de los juegos digitales. Y tienen la particularidad de introducir al niño en una "memeificación" ‒una banalización‒ de las condiciones de la vida. Son la nueva pornografía: simulan que la proporción sexual existe, que el goce todo es posible y que la imagen es reina. Nada es serio, nadie se hace cargo, todo es instantáneo, todo es consumismo, todo es virtualidad.
Describiré a continuación algo que es, a mi entender, una consecuencia directa de lo recién mencionado.
Sucede con mucha frecuencia que, cuando los niños traen a sesión muñecos de su casa, no les han puesto nombre. Darle uno en el consultorio es una tarea esforzada que pronto se olvida: solo consiguen hacerlo a través de una asociación metonímica, a partir de lo que el muñeco representa ("Perri") o del color que predomina ("Lila"); nada de metáfora. No juegan con ellos. Tampoco con los del consultorio: los miran, los tocan, los vuelven a dejar. No entablan lazo entre el propio y los que encuentran allí. En estos pequeños, la fantasía no parece haber podido terminar de producir la soldadura mencionada por Freud. Ellos se presentan inhibidos o desregulados. Que empiecen a jugar da cuenta de la entrada en transferencia.
El juego de un niño es algo serio, es el modo en que él elabora el malentendido que lo hizo nacer como ser hablante dándole forma de mito. Si el juego es el creado por una máquina, el pequeño solo es llevado a entrar en él. Miller[4] indica que el niño que juega solo, juega con el Otro: con el Otro que ha construido en él. En los juegos automatizados no hay Otro del niño; es el Otro-digital, exterior. No es la propia creación la que se despliega; y la que se impone en su lugar no sirve para cumplir la función propia de la ficción que es la de permitirle enmarcar el propio goce de modo de construir su realidad y su lazo al otro. De ello observamos consecuencias en el consultorio como la que acabo de describir.
Esto nos introduce a una hipótesis: la de que los chicos de hoy son empujados, cualquiera sea su estructura, a introducirse en el orden del nombrar para[5].
Lo social irrumpe en las familias, imponiendo un nuevo modo de nudo y generando una tracción a dejarse nombrar para el algoritmo. Hoy, la tecnociencia es el Otro con el que cada uno hace lazo. Y el deseo de este Otro tecnocientífico es un deseo de 'niño-usuario' (es anónimo, prêt a porter y totalitario ‒el mismo para todos‒). Detrás de su cara benéfica de libertad irrestricta y de autodeterminación, compele a la sutura de la división propia del ser hablante a través de la cesión de la responsabilidad subjetiva a la IA: no hay más tiempo de comprender ni de concluir; ella piensa y decide por nosotros. Hay anomia de la ley del significante que transmite el padre, pero en su lugar, hay imposición de la ley del algoritmo, que introduce un orden de hierro.
Hoy en día, nuestra función como analistas parece ser la de crear condiciones que permitan a los niños alcanzar un saber: el saber de que ellos pueden crear ficciones propias. Me pregunto si en estos casos será cuestión de molestar la defensa o si se tratará, quizás, de introducir la dimensión del don de amor ‒propia del interés de la madre por el niño como consecuencia de sus carencias, dando cuenta del lugar de objeto causa que un hijo puede ocupar para su madre‒; dimensión que, en la actualidad, parece estar invalidada.
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